Cierro los ojos. Me arden. La cabeza palpita en golpes dolorosos que me traen recuerdos que quiero dejar. Pero siguen ahí. La rabia sigue ahí también. El deseo latente de dejar de lado todos aquellos malos momentos que pretenden atormentarme sin derecho alguno, recorre todo mi cuerpo y se atora en mi mente, repitiendo una y otra vez como en una película, las palabras, los gestos, los sonidos. Siento odio por mi condición en este lugar, por mi falta de valor, o quizás porque aún me queda algo de cordura que impide que abandone a gritos y patadas la vida que me han dado. La vida que muchos envidiarían y que me hace sentir como una princesa encerrada en un castillo que no le pertenece: un hermoso castillo con muchas ventanas, amplios salones decorados y cada rincón más bello que el anterior. Un castillo que, sin embargo, tiene candados en cada puerta, que me tienen encerrada en un intento de que permanezca en él y haga lo necesario para mantenerlo, para pagar los altos costos que implica sostener tal belleza. Diez años. Diez complejos y dolorosos años es lo mínimo que necesito para estar mejor, romper esos candados y dejar el asqueroso castillo atrás.
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