Rabia. Dolor. Decepción. Arrepentimiento. Asombro. Más dolor. Cuando hieres a alguien a quien amas… también te lastimas a ti. Generas un huracán de sentimientos que sacuden todo, que amenazan la estabilidad, que oprimen el corazón y torturan el alma… ¿Qué pasa cuando la persona a quien miras con vergüenza, incredulidad y decepción, eres tú mismo? ¿Qué pasa si quieres golpear a alguien, encuentras tu rostro en el espejo, y te sientes lleno de asco? ¿Qué pasa cuando en medio del huracán, pasa una idea diminuta, arrastrándose entre los escombros de lo que ya ha sido destruido, y buscando tu atención? Como una salida a no tener que mirarte otra vez. Como la salida más cobarde que puede existir. Como aquello que nunca quisiste para ti, por considerarte más fuerte que eso.
Pues bien, es entonces el momento de luchar contra el miedo. El peor enemigo. Sólo es útil si a partir de él generas fuerza. Si te dejas dominar, terminas acostado, con los ojos entrecerrados y vacíos, dirigidos a un punto muerto del techo, pensando cuan miserable eres, y cuan poco mereces lo que tienes, mientras afuera, el huracán sigue llevándose todo a su paso. Las palabras, las miradas, las sonrisas. ¿Y la solución? ¿Es acaso que vale la pena atormentarse eternamente por lo que te está lastimando, en lugar de recobrar fuerzas para vencer al miedo? ¿Realmente mereces a la persona a quien dañaste, si no eres capaz de traer tu cerebro de vuelta y obligarlo a quedarse en su lugar? En el fondo, sabes que lo correcto es levantarte y detener el maldito huracán. Después de todo, sólo es un desastre natural. Nada que tú, algo de tiempo y un poco de mano de obra no puedan reparar. Hora de dejar de holgazanear, y empezar a moverse.
jueves, 7 de enero de 2010
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