El día 12 de octubre de 1972, un Fairchild F-227 DE LAS Fuerzas Aéreas Uruguayas, alquilado por un equipo amateur de rugby, despegó de Montevideo, en Uruguay, hacia Santiago de Chile. Noticias de mal tiempo en los Andes obligaron al avión a aterrizar en Mendoza, una pequeña ciudad en la vertiente argentina. Al día siguiente el tiempo mejoró. El Fairchild despegó de nuevo y se dirigió hacia el paso Planchón, y a las 15,24 sobre la cuidad de Curicó, en Chile. Recibió la autorización de virar hacia el norte y de iniciar el descenso hacia el aeropuerto de Pudahuel. A las 15,30 comunicó que volaba a una altura de 5.000 metros, pero cuando un minuto más tarde, la torre de control de Santiago intentó comunicar con el Fairchild, no obtuvo respuesta.
Chilenos, argentinos y uruguayos buscaron el avión durante ocho días. Entre los pasajeros no sólo se encontraban los quince componentes del equipo de rugby, sino además veinticinco amigos y parientes de los jugadores, todos ellos pertenecientes a influyentes familias uruguayas. La búsqueda no obtuvo resultados. Era evidente que el piloto había calculado erróneamente la posición y había virado hacia el norte, hacia Santiago, cuando aún se encontraba en medio de las montañas. Era el comienzo de la primavera en el hemisferio sur, y en los Andes había nevado en gran abundancia. El techo del avión era blanco. Así pues, había muy pocas posibilidades de encontrarlo, y todavía menos de que alguno de los cuarenta y cinco pasajeros y tripulantes hubieran sobrevivido a la catástrofe.
Diez semanas después un campesino chileno que apacentaba el ganado en un valle perdido en las profundidades de los Andes vio, al otro lado de un torrente, las figuras de dos hombres. Los hombres empezaron a gesticular y se clavaron de rodillas en actitud suplicante, pero el pastor, creyéndolos terroristas o turistas, desapareció. Cuando al día siguiente volvió al mismo lugar, las dos figuras seguían allí y volvieron a hacerle gestos indicándole que se acercara. Se acercó a la orilla del río y lanzó al otro lado un papel y un bolígrafo envueltos en un pañuelo. El barbudo de aspecto harapiento lo recogió, escribió algo en el papel y se lo devolvió al campesino con el mismo método. Decía así:
Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo…
Había dieciséis supervivientes. Ésta es la historia de lo que sufrieron y de cómo consiguieron sobrevivir.*
Este es el prefacio del libro que, desde que lo leí, me ha dado una perspectiva diferente de la realidad.
Hace unos años, logré ir a un concurso nacional de ortografía en representación de mi colegio. Por falta de concentración, fui eliminada en la primera ronda, pero no sabía que como regalo por haber llegado allá, obtendría el libro que, hasta el momento, es el único capaz de haberme quitado el sueño durante la noche posterior al haberlo leído, el libro que narra una escalofriante realidad en la que los seres humanos nunca nos detenemos a pensar, porque en medio de todo, en nuestras consideraciones diarias, no está accidentarnos y quedar atrapados en uno de los ambientes más hostiles, el corazón de la Cordillera de los Andes, mientras, durante más de dos meses en los cuales tenemos que soportar ver a nuestros amigos morir, y lo que es peor: tener que vernos forzados a alimentarnos de sus cuerpos para poder sobrevivir.
No creo que pensemos en eso en las mañanas al levantarnos, o durante el día mientras realizamos las actividades de nuestra rutina diaria ¿o si?
Pues bien, anoche, después de leer el libro por tercera o cuarta vez, no pude evitar pensar acerca de mi vida, y compararla con la que llevaron los supervivientes durante esas largas semanas. Estas son algunas conclusiones al respecto.
Anoche, a causa de mi insomnio, tuve que buscar algo para ver en la televisión, intentando atraer el sueño mientras tanto. Me di cuenta que para verla, sólo necesitaba acomodarme y prender el enorme aparato que está frente a mi cama, en el peor de los casos, que sería no encontrar el control (o mando), tendría que ponerme de pie para prenderlo manualmente.
Al lado de mi sofá-cama, está el escritorio, encima de él, el computador con Internet banda ancha las 24 horas, el celular, la cámara digital, el mp4 entre otras cosas, comodidades de sobra, que muchas veces no sé apreciar.
Al ver la TV y descubrir que la programación no me es atractiva, reniego, y muchas veces incluso digo que no sirve de nada tenerla.
¿Acaso ellos pudieron gozar de alguna de estas cosas?
Me levanto, voy a la cocina, “¿Huevos? No. ¿Pan? Tampoco. ¿Carne de cerdo, de res o pescado? No. ¿Arroz? Nunca me ha gustado el arroz. Tal vez podría comer lo que dejé del almuerzo, pero está frío y no me apetece calentarlo” Bien, los primeros días después del accidente, ellos se tuvieron que conformar con ingerir algunas tabletas de chocolate, vino, pasta de dientes y cualquier cosa adicional que encontraran en el equipaje, en raciones mínimas para procurar que durara. Más tarde, cuando las raciones empezaban a agotarse, tuvieron que reunirse y tomar una decisión: para sobrevivir, el único alimento del cual podrían valerse, sería la carne de los restos de sus compañeros fallecidos, aquellos que algunos días atrás conversaban con ellos, hacían chistes y burlas, y les sonreían, y lo peor: muchos de ellos eran parientes o amigos muy cercanos.
Cada mañana me levanto, voy al baño, me cepillo los dientes y me miro al espejo, como si durante la noche cambiara abruptamente, para bañarme tengo a mi disposición variedad de shampoo, acondicionador, jabón, tratamientos y muchas otras cosas. Ellos, sólo en sus sueños podrían tener algo de eso.
Si siento un ligero dolor de cabeza, me acerco al botiquín de la casa y escojo entre las distintas pastillas, o llamo a la farmacia para que las traigan a mi casa; en el peor de los casos, voy al médico. Muchos de los supervivientes tenían heridas, como piernas fracturadas e infectadas, quemaduras de piel, severas afecciones en los ojos, congelamiento de extremidades, contusiones y cortaduras graves, sin contar aquellas heridas de quienes murieron y a quienes, por sincero respeto, no menciono. Entre ellos, dos de los tres estudiantes de medicina habían sobrevivido, pero sus estudios no pasaban del segundo año, y las herramientas con las que contaban eran mínimas: pedazos de vidrio como bisturí, prendas de ropa como vendas, y partes del avión para entablillar fracturas.
Por último, puedo decir que tengo a mi familia conmigo, y cada mañana puedo ir a saludarlos con una sonrisa y buena actitud, y muchas veces no lo hago; en lugar de esto, me enojo cuando me piden hacer alguna cosa, y a veces me muestro fría con ellos, tengo el teléfono en casa y pocas veces pienso en llamar a alguien sólo para saber cómo está, qué ha sido de su vida. Tengo la certeza de que ellos, cada noche se acostaban pensando en su familia, y deseando fervientemente tener la oportunidad de volverlos a ver, aunque sólo fuera para expresarles el inmenso amor que sentían por ellos, la única compañía humana que tuvieron durante más de setenta días, eran los mismos jóvenes del avión, y los que, en aeroplanos y aviones, sobrevolaban el fuselaje donde ellos se encontraban, sin imaginar su presencia justo allí.
Estas palabras no abarcan la magnitud de cosas de las que me di cuenta hoy, pero creo que al menos se acerca. De los supervivientes sólo tengo que decir que son el mayor ejemplo de entereza y valor, y un motivo de admiración, porque ellos tuvieron el valor de creer, a pesar de que las condiciones se prestaban para abandonarse a sí mismo allí, y esperar la muerte con resignación; nunca, a menos que lo viviera, lograría entender la magnitud de sentimientos y sensaciones que implicó para ellos ésta experiencia, pero al menos, espero que esta pequeña lección se guarde siempre en mi, y en alguno de ustedes que tal vez está leyendo esto.
Esperaría que alguna vez tuvieran la oportunidad de leer ése libro, que tanto me conmovió y enseñó.
Un saludo,
Erika.
*¡Alive! Piers Paul Read 1974.